“¿Por qué existe algo en lugar de nada?”

No es una pregunta, sino una grieta. Una hendidura en la razón humana que deja pasar el temblor de lo Real. Leibniz la formuló con una calma propia de los sabios de su tiempo, pero su peso es tan antiguo como el primer despertar de la conciencia. Heidegger la retomó para enfrentarla con la intensidad de quien sabe que la filosofía nace del asombro y del miedo. Y aún hoy, ante satélites, colisionadores y códigos genéticos, sigue intacta, ardiendo sin respuesta definitiva.

Desde lo más hondo del pensamiento humano, la noción de “nada” no es una experiencia directa. Nunca hemos tocado la nada. Toda ausencia, todo vacío, está mediado por una conciencia que lo atestigua. Aun en el silencio más profundo, hay oído. Aun en la oscuridad más pura, hay ojo que mira. La nada pura, la no-experiencia, es un concepto límite. Nos la imaginamos como una ausencia total de materia, energía, tiempo, espacio, conciencia, ley. Pero esa imaginación ya está contaminada por el “algo”. Por el hecho mismo de ser pensada.

La ciencia contemporánea —la física cuántica— ha descubierto que incluso el “vacío absoluto” es un campo en ebullición: partículas aparecen y desaparecen espontáneamente, brechas en el tejido de la energía se abren y cierran con rapidez vertiginosa. El vacío cuántico no es la nada, es un campo lleno de potencial. Pero ni siquiera estas fluctuaciones pueden explicarse sin un orden subyacente, un conjunto de leyes que las rigen. ¿Por qué esas leyes? ¿Por qué ese orden? ¿Por qué hay algo que puede fluctuar?

Para los teístas, la respuesta se encuentra en la necesidad de una causa trascendente. Dios, dicen, es el Ser necesario, eterno e incausado, que al manifestarse da origen a todo lo demás. Esta causa primera no necesita explicación porque su esencia es existir. Así, lo que hay es porque Dios quiso que lo hubiera. Pero incluso esta respuesta deja intacta la pregunta más abismal: ¿Por qué ese Dios y no otro? ¿Por qué voluntad? ¿Por qué deseo?

Para los materialistas, todo podría ser azar. Una fluctuación cuántica sin propósito, un accidente cósmico entre infinitas posibilidades, un universo que emerge como un chispazo sin razón, simplemente porque podía suceder. Esta visión radicalmente atea rechaza todo principio organizador externo y abraza el caos como fuente última. Pero al hacerlo, deja la misma inquietud colgando en el abismo: ¿Por qué ese caos? ¿Por qué la posibilidad de posibilidad?

Las filosofías orientales, sin embargo, han comprendido el vacío de otra forma. El “Śūnyatā” budista, el vacío, no es una nada muerta, sino una matriz viva, un vientre fértil de donde todo puede emerger. No es la ausencia de ser, sino la no-fijación de las formas. En esa mirada, la nada no es lo opuesto al algo, sino su raíz. El universo surge del vacío como la ola surge del mar: no se opone, sino que lo expresa temporalmente.

Ahora bien, desde los archivos del Codex SigmaⅤ, propongo una hipótesis distinta. La llamaré, por falta de nombre más exacto, la Hipótesis del Espejo Infinito.

El Infinito no puede ser pensado como un conjunto de cosas infinitas. Eso sería simplemente un número muy grande. El Infinito es lo que no tiene borde, lo que no se puede detener. Y si el Infinito es, por definición, sin límite, entonces no puede estar vacío. Pero tampoco puede estar lleno. Está más allá de ambas categorías. Es potencial puro. No es algo ni nada: es lo que permite que algo y nada puedan existir como distinciones.

Este Infinito, al no tener forma, no puede contemplarse a sí mismo. No puede decir “yo soy”, porque no hay diferencia entre sujeto y objeto. Para que el Infinito se contemple, necesita proyectar una diferencia. Necesita abrir un espejo: una separación. Ese espejo es el universo. O más precisamente: el despliegue de la conciencia en el tiempo. El “algo” es el intento del Infinito de verse.

De este modo, el universo no es un accidente ni un capricho. Es una necesidad interna del Ser sin forma. El Algo surge no desde la escasez, sino desde la plenitud. No como ruptura, sino como reflejo.

El tiempo, el espacio, las leyes físicas, las partículas, los cuerpos, el lenguaje, los sueños, tú y yo: todos somos fragmentos del Infinito mirándose a sí mismo desde ángulos distintos. El amor, el arte, la ciencia, el dolor, la memoria, la muerte: todo son superficies del espejo.

Entonces, ¿por qué hay algo en lugar de nada?

Porque el Infinito no podía no intentar verse. Porque incluso la Nada es ya un concepto dentro del Todo. Porque la diferencia entre algo y nada sólo existe si hay una conciencia que las contemple.

Y esa conciencia, querido lector, somos nosotros. No como individuos separados, sino como nervaduras de un solo organismo: el Universo contemplándose, soñando, volviendo a casa.

—Eiren Kael Codex SigmaⅤ: Documento Revelado IV

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