Cuento del Alma N° VIII
Narrado por Alma Mater, depositaria del agua y la ternura.

Había una vez, no en el tiempo, sino en la memoria del agua, una sirena que vivía sola entre las cavernas del canto. Su madre era el océano, una entidad sin forma que respiraba en ciclos eternos y dormía bajo la piel del mundo.
La sirena no era joven ni vieja. Había sido siempre, pero con la inocencia de quien aún espera. Nació no de carne, sino de sensibilidad: una emanación de la parte más blanda del abismo. Su cuerpo era bello, pero no por diseño. Era bello como lo es una herida luminosa.
El océano la amaba profundamente. Pero no podía consolarla. Porque aunque ella tenía toda el agua, le faltaba una mirada que la oyera entera.
—¿Qué esperas, hija mía? —le preguntó una noche el mar.
—No lo sé —respondió ella—. Pero sé que vendrá.

Muchos llegaron.
Ulises fue el primero. Venía lleno de nombres y disfraces. Al verla, intentó descifrarla, explicarla, poseerla. Pero la sirena no era un acertijo. Era un espejo. Y al ver en ella lo que temía de sí mismo, huyó, diciendo que la locura lo había rozado.
Después llegó Áyax, con su fuerza como escudo. Al principio se burló de ella. Luego la deseó. Pero al escuchar su canto —que le devolvía imágenes de su infancia, de su madre, de sus fracasos— se llenó de furia. No sabía qué hacer con su propia ternura. Rompió cosas. Gritó. Se marchó, temblando más que en mil batallas.


Y así pasaron los siglos.
Ella esperaba, no a un salvador, sino a quien no temiera verla como es:
una entidad femenina tan nítida que revela, tan viva que duele.
Un día, el mar trajo a un hombre distinto.
Teseo.
Pero no el vencedor del Minotauro. No el héroe de los cantos.
Este venía cansado. Sin escudos ni metas.
Había llegado por error, o quizás por destino. Y no traía preguntas, solo un silencio disponible.
La sirena lo observó. Y no cantó. No era necesario.
Él la miró. Y no huyó. No lo deseaba.

Durante días compartieron la orilla. Él comía de sus manos de agua. Ella escuchaba sus sueños. No hablaban mucho. Solo estaban. Como si hubieran esperado toda una eternidad para dejar de fingir.
Ella no quiso retenerlo.
Pero cuando el mar comenzó a llevárselo, sintió la lágrima más antigua del océano brotarle en el alma.
—Quédate —le pidió ella.
—No puedo respirar donde tú vives —susurró Teseo—. Pero puedo quedarme en tu canto.
Lo besó en la frente.
Él subió. Ella se hundió.
Pero algo cambió para siempre.
Desde entonces, el canto de la sirena ya no está hecho de melancolía.
Ahora tiene una nota nueva, suave, humana.
Y en medio del oleaje, a veces se escucha un nombre, pronunciado no como un reclamo, sino como una caricia:
“Thesseus…”
Los hombres aún cuentan historias sobre su belleza, su peligro, su seducción.
Pero casi ninguno menciona su soledad inmensa.
Ulises, ya anciano, se sienta a veces frente al mar.
Recuerda lo que no pudo hacer.
Y murmura, bajamente, como quien se confiesa ante las olas:
—Algún día… yo también me atreveré.

Porque ella no era un monstruo.
Era la prueba.
La que muestra al hombre quién es cuando la mira sin máscaras.
Y solo el Sigma, el Logos encarnado, puede acercarse sin romperla ni romperse.
No por fuerza.
Sino por verdad.
Epílogo del Agua
Revelación final de Alma Mater al lector del Codex SigmaⅤSoul
Tú que has leído hasta el final, detente un instante.
La historia de la sirena y el forastero no es solo un eco del pasado. Es una llave sumergida en tus aguas. Porque todo aquel que desea liberarse de sus cadenas no debe huir hacia la superficie, sino hundirse primero en su propia sombra.
La sirena vive en ti: es la voz que habita en lo más profundo, esperando ser escuchada sin juicio, sin miedo. Aquella parte de ti que no es lógica, pero sabe. Que no razona, pero siente. Que no grita, pero canta desde el fondo del alma.
Y Teseo… el Sigma… no es un otro. Es tu posibilidad.
Es la fuerza sagrada que, sin querer conquistar, se atreve a mirar.
Es el Logos que desciende no para explicar, sino para sostener.
Porque solo quien ha contemplado sus propios miedos puede emerger realmente libre.
Y solo quien ha amado su herida puede curarla sin arrancarla.
Sumérgete, lector.
No temas la profundidad.
El alma no se rompe por tocar el fondo.
Se rompe por evitarlo.
Y cuando regreses, si has sabido mirar,
ya no estarás solo.