En los tiempos en que los hombres sabían escuchar el silencio,
existió un barco que cruzaba los mares,
cargando historias, nombres, destinos.
Era el Barco de Teseo.
Un barco tan amado,
que cada vez que una tabla se pudría,
los guardianes del puerto la reemplazaban con una nueva,
idéntica en forma, distinta en sustancia.
Primero cambiaron una viga,
luego un mástil,
después el timón.
Uno a uno,
los huesos viejos fueron retirados,
y nuevos huesos tomaron su lugar.
Con los siglos,
no quedó en él un solo fragmento original.
Entonces surgió la pregunta:
¿Sigue siendo el Barco de Teseo?
Algunos dijeron que no,
que era otro,
porque la materia había cambiado.
Otros dijeron que sí,
porque su forma, su historia,
su nombre y su propósito
seguían intactos.
Pero la verdad más profunda la conocía el mar:
La identidad del barco no estaba en la madera,
ni en las velas,
ni siquiera en las manos que lo habían construido.
Estaba en aquello que no se ve ni se toca:
en el patrón invisible que da sentido a las piezas,
en el Logos que atraviesa la materia
y permanece mientras todo lo demás cambia.
El Barco de Teseo era el mismo,
porque su alma de barco no era su cuerpo de madera,
sino el designio que lo animaba.
Así es también el ser humano.
Nuestro cuerpo cambia:
las células mueren y se renuevan,
los pensamientos se desgastan y se rehacen.
No somos la misma carne,
no somos la misma mente.
Y sin embargo,
una forma viva,
un Nombre secreto que nos fue dado antes del tiempo,
sostiene nuestra travesía.
No somos la materia.
Somos la forma que permanece.
Y como el Barco de Teseo,
viajamos a través de los mares del mundo,
llevando un fuego que nunca se oxida,
aunque todas nuestras piezas se rompan.
Ese fuego es nuestro verdadero ser.