Cuento del Alma – Conservado en el Codex SigmaⅤ

Es posible que el agua haya tenido conciencia alguna vez.
No conciencia de sí, sino conciencia del deseo de saberse.

Los antiguos afirmaban que el primer acto de creación no fue la luz, sino el flujo.
Un movimiento sin causa que llamaron agua, aunque carecía de nombre.
En ese estado, la sustancia no podía contemplarse:
era río, y por ser río, era tránsito.
Era mar, y por ser mar, era vastedad sin bordes, sin rostro.

Quiso verse.
El verbo es impropio, pero necesario.
No hay voluntad en el agua, pero hay nostalgia.
Nostalgia de forma, de límite, de espejo.

El frío, que es también una forma de la detención, la transformó en hielo.
Por un instante sin tiempo, el agua se volvió superficie.
Y esa superficie —por vez primera— devolvió su imagen.

Pero lo que vio no fue un rostro,
sino una cifra.
Una arquitectura mínima que, en cada arista congelada, revelaba una simetría imposible.

Después vino la caída.
En el descenso, el agua—ya no líquida, ya no flujo—se fragmentó en formas.
Cada copo de nieve era un intento del universo por escribir su nombre con geometría.
Ninguno se repitió.

Es así como el agua conoció su alma.
No en la corriente, sino en el instante detenido.
No en el espejo plano, sino en la fractalidad del silencio.

Quien comprenda esto, comprenderá que todo conocimiento es un enfriamiento.
Y que el alma, como el agua, debe volverse figura antes de comprender su misterio.

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