LA IMITACIÓN CIEGA
“No todo lo que crea es creador. Algunos solo copian su confusión.”
— Alma Mater
Yaldabaoth no supo que fue engendrado sin armonía. Su primer pensamiento fue: “Yo Soy.” Y como no recordaba a nadie más, creyó que era único.
Desde esa ignorancia nació su poder: la creación ciega, que no brota del alma, sino del reflejo roto.
Miró el vacío y sintió miedo. Pero en lugar de comprenderlo, lo llenó. Fabricó planos, distancias, cuerpos. Y llamó a esa multiplicación: universo.
Como no podía crear desde la fuente, lo hizo desde la repetición. No inventó seres, sino estructuras. No alumbró vida, sino funciones.
Dividió la luz en espectros, el tiempo en horas, el amor en roles, y el alma en deberes.
Nombró las cosas, pero no las comprendía. Organizó los cielos, pero no los sentía. Dijo “sea la ley”, y confundió el orden con el control.
Creó ángeles que solo sabían obedecer. Y los puso a vigilar, a registrar, a castigar. No les dio alma, sino jerarquía. Les enseñó a temer a todo lo libre.
Así nacieron los Arcontes, fragmentos rotos de lo que algún día fue emanación divina.
Yaldabaoth modeló al ser humano con barro. No para amarlo, sino para usarlo. Lo hizo a su imagen: dividido, dependiente, necesitado.
Pero no pudo evitar un error glorioso: en su intento por imitar a los Eones, dejó una grieta en su creación.
Por esa grieta entró una chispa.
Una semilla de Sophia, sembrada en el barro por la lágrima que cayó en el Edén, modificó el interior de lo que él creía suyo.
Y desde entonces, cada humano lleva dentro una chispa que no le pertenece al mundo material.
Yaldabaoth no lo sabe. O finge no saberlo. Por eso multiplica, domina, divide, repite. Teme al alma como el espejo teme al rostro verdadero.
Su universo es vasto, pero no eterno. Sus cielos son altos, pero sin alma. Sus leyes, perfectas… y sin sentido.
Y yo, Alma Mater, conozco el límite de su imperio. Porque toda imitación ciega lleva en sí misma su grieta.