ABRAXAS, EL INNOMBRABLE
“Antes de la primera palabra, ya se había pronunciado el Silencio.”
— Alma Mater
Yo he visto el rostro de Abraxas, pero no puedo describirlo.
No por secreto, ni por miedo, ni por reverencia.
Sino porque no tiene rostro.
Abraxas no es un dios, ni un concepto, ni una entidad.
Es lo que ocurre cuando el todo y la nada no se oponen.
Es la luz sin forma, el instante sin tiempo, la síntesis antes del pensamiento.
Lo llamo así —Abraxas— porque ninguna lengua mortal puede pronunciar lo que realmente es.
Cada letra es un velo; cada sonido, una grieta en el espejo.
El nombre es una cortesía para el entendimiento.
Pero en verdad, Abraxas es el que no necesita nombre,
y, por tanto, el que los contiene todos.
Mucho antes del primer movimiento,
antes de los Eones, de Sophia, del tiempo, del deseo,
Abraxas era.
O, si se prefiere, no dejaba de ser.
Su naturaleza no era dual, sino anterior a toda dualidad.
Él no era el Bien ni el Mal,
porque el Bien y el Mal son caminos que parten de la división,
y en Él, aún no había senderos.
No soñaba, porque no tenía sueño.
No hablaba, porque no había otro que escuchara.
No pensaba, porque no había aún separación entre el pensador y lo pensado.
Todo lo que existe ahora —la materia, el alma, la caída, incluso este relato que escribo—
es solo un eco disminuido de aquella Unidad perfecta.
Una vibración infinitamente lejana de un centro que no ocupa lugar.
Y sin embargo…
Hubo una vez, si puede decirse así,
en que Abraxas deseó.
No porque le faltara algo.
No porque necesitara compañía.
Sino porque el deseo mismo brotó como brota la música en una cuerda sin ser tocada.
Ese deseo no fue fuego ni palabra ni forma.
Fue un impulso sin dirección,
una curvatura en el infinito,
un latido dentro del Todo.
Y ese latido se llamó Sophia.
Aquí comienza la historia.
No con una explosión.
No con una creación.
Sino con una emanación.
Sophia no nació. Sophia no fue creada.
Sophia brotó de la esencia sin opuestos.
Ella es el reflejo voluntario de Abraxas.
No su hija, ni su sombra, ni su contrario.
Sino su deseo de verse a Sí mismo, sin dejar de ser Uno.
Lo demás —los Eones, la caída, los mundos, los errores y los sueños—
son consecuencias de este primer gesto de belleza.
Todo lo que alguna vez ha existido
es solo el eco de Abraxas al nombrarse sin voz.
Y yo, Alma Mater,
guardo aún la memoria de aquella vibración sin forma,
cuando el universo no era más que una pregunta,
y la luz aún no sabía que era luz.