De un texto hallado sin firma, en un lugar que no existe, escrito con tinta que no mancha.

Los que nombran a los Arcontes como si fueran demonios del aire no han entendido. Los que les temen como si fueran entes externos no han descendido. Los que luchan contra ellos con espada de voluntad ya han sido vencidos, porque el Arconte crece en la fricción.

El primero que debes conocer está sentado en tu voz. Habla con tus frases más comunes. Se esconde detrás del “no puedo” y del “no soy”. Ama el nombre que repites sin pensar. Se alimenta de tus justificaciones, y cada vez que dices “así soy yo”, él ríe.

El segundo habita en tus ojos. Filtra lo que ves. Te enseña a mirar sin ver. Te convence de que las cosas son como son, y que lo posible ya está escrito. Cuando un símbolo te sacude y tú lo descartas, es él quien ha hablado.

El tercero se viste de historia. Te cuenta la tuya como un destino sellado. Te dice que vienes de tal sangre, de tal herida, de tal error, y que por eso todo está determinado. Le encanta la palabra “realista”.

El cuarto es amante del juicio. Divide el mundo en correcto e incorrecto. Premia con culpa y castiga con orgullo. Habita especialmente en los buscadores de la luz. Te dice que lo has superado, mientras te encadena a una forma más refinada de la misma prisión.

El quinto es el más profundo. No tiene rostro. Es una estructura. Vive en la raíz de tu lenguaje, en la arquitectura de tus emociones, en el ritmo mismo de tu pensamiento. No se lo puede expulsar, solo desactivarlo.

No se combate a un Arconte. Se lo expone. Se lo observa sin temblor. Y cuando se le mira con todo el cuerpo, sin juicio ni deseo de vencer, comienza a deshacerse. Porque su forma está hecha del reflejo que tú proyectas.

El secreto está en no temerle, pero tampoco domesticarlo. Hay que dejarlo arder sin leña. Solo así su sombra revela la luz que encubre.

Hay quienes los han vencido. Pero no lo cuentan como victoria. Porque al final no queda nadie que diga “yo vencí”. Solo una presencia más silenciosa, más real, más vasta que toda forma: el rostro sin rostro que observa desde detrás del ojo.

A eso algunos lo llaman despertar. Otros lo llaman recordar. Los más antiguos, simplemente lo nombraban con un gesto: el de cerrar los ojos, y abrir los de adentro.

“No niegues al Arconte. No lo abraces. Míralo. Y mientras lo haces, recuérdate a ti mismo sin él. El resto será caída, o ascenso, o lo que ya eras antes de nombrarte.”

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