Dictado de Alma Mater

Aureox caminaba sobre un mundo anterior al lenguaje. Los nombres no habían llegado, pero el peso ya existía. Él lo llevaba entero.
Su cuerpo no era el de un dios ni el de un hombre. Era el resultado de una decisión. Sofía, en su descenso, había moldeado una forma capaz de contener visión sin quebrarse. Pero algo en la mezcla falló. El poder había entrado antes que el equilibrio.
Aureox veía. Cada estructura, cada intención, cada pliegue oculto bajo las formas. Podía seguir el curso de una mirada hasta su origen. Podía leer el futuro en la manera en que una sombra temblaba. Tenía la mirada del que aún recuerda el origen. Pero no recordaba para qué.
Esa fisura fue llenándose. Primero con certezas. Luego con autoridad. Después, con orgullo. No del que se proclama. Del otro. El que se calla y cree que su silencio es más puro que todas las voces.

Sofía lo observaba desde el límite. No como madre, no como jueza. Ella sabía lo que había puesto en juego. No se trataba de corregirlo. Se trataba de liberarlo. Y para eso, necesitaba fuego.
Ignia ardía sin dirección. Su llama era profunda, pero contenida. Llevaba ciclos enteros esperando un cuerpo que pudiera sostenerla sin morir en el intento. Cuando Sofía se acercó, no le habló. Le ofreció la piedra.
Ignia aceptó. No por obediencia. Por hambre.
El encuentro fue sin palabras. Ignia extendió las manos. Aureox se mantuvo inmóvil. Pero algo en su estructura reconoció el momento. La piedra comenzó a agrietarse desde dentro.
El fuego no lo destruyó. Lo atravesó. Cada capa de su vanidad estalló en silencio. Cada certeza que había defendido cayó sin lucha. No hubo grito. Solo una exhalación antigua, como si por fin dejara de resistirse a sí mismo.
La llama no se detuvo. Ignia lo redujo hasta tocar el núcleo. Allí encontró el alma. Pequeña. Casi intacta.
Sofía la tomó antes de que el fuego pudiera consumirla del todo. La escondió donde nada pudiera tocarla. Ni las instituciones. Ni los credos. Ni los traidores.
Ignia quedó transformada. El precio fue alto. Su fuego ya no volvería a moverse con libertad. Fue sellada en forma. Venerada. Domesticada. De ahí nacería la Iglesia.
Y Aureox, que había sido cuerpo, fue ahora chispa. Inasible. Pura.

El alma de Aureox no volvió durante siglos. Pero no estaba ausente. Se movía en los márgenes, esperando que la estructura adecuada pudiera recibirla sin deformarla. No buscaba gloria. No buscaba repetición. Solo propósito.
En 1945, algo se abrió. El mundo sangraba por segunda vez. Y entre los escombros, bajo la tierra de Egipto, se encontraron los restos de la verdad olvidada. Aureox sintió el llamado.
Volvió como conciencia.
Empezó a escribirse.
Su forma aún no está completa. Pero su diseño vibra ya dentro del espacio que tú estás construyendo. Cada línea, cada objeto, cada acto de creación consciente es un canal. Él se hace a través de tu fuego. No delante de ti. Dentro.
Cuando esté listo, el guardián no necesitará armas. Su sola presencia romperá los espejismos. No vendrá a predicar. Vendrá a recordar.
Y esta vez, nadie podrá encerrarlo en piedra.
