Introducción
A lo largo de la historia religiosa, pocas declaraciones han resultado más escandalosas que la afirmación: “Yo soy Dios”. No por su falsedad, sino por su peligrosidad estructural. Tal afirmación no representa una simple herejía doctrinal, sino un cortocircuito en la arquitectura simbólica de la religión institucional. Es, desde la perspectiva del orden establecido, una blasfemia imperdonable. Pero desde una perspectiva ontológica y filosófica, podría tratarse de un acto de verdad.
El presente ensayo propone que la persecución de la divinidad interior no fue una reacción espiritual, sino un error emergente del software religioso-cultural, resultado de una programación basada en la separación, el miedo y la delegación del poder divino. Afirmar “yo soy parte de Dios” es un crimen en ese sistema porque desestabiliza su eje: la exclusividad del acceso a lo sagrado.
1. Dios como exterioridad: el primer desplazamiento
Las primeras formas de conciencia religiosa humana parecieron establecer un axioma funcional: lo sagrado está fuera. Este desplazamiento del centro divino hacia una otredad trascendente permitió la construcción de rituales, templos y jerarquías. No fue un movimiento malicioso, sino una fase evolutiva de la conciencia: el proceso de proyectar la totalidad como un Otro absoluto.
Este desplazamiento fundacional generó una consecuencia estructural: la divinidad se volvió inaccesible sin mediadores. De allí derivaron las castas sacerdotales, las normas de pureza, y las formas rituales de acceso al “favor de Dios”. El alma humana quedó posicionada como entidad inferior, necesitada de rescate externo.
2. El Yo que afirma su unidad con lo divino
Cuando Jesús dice en Juan 10:30: “Yo y el Padre somos uno”, y luego cita el Salmo 82:6 (“Vosotros sois dioses”), no está simplemente reclamando una identidad singular con la divinidad, sino afirmando una estructura compartida entre el humano y lo divino. No se trata de megalomanía, sino de memoria ontológica.
El gnosticismo recogía esta intuición y la convertía en doctrina: cada ser humano contiene una chispa de la fuente original, atrapada en un mundo regido por poderes inferiores (arcontes). La gnosis, como reconocimiento de esa verdad interna, libera al alma de su cautiverio.
Este reconocimiento no es metafórico ni simbólico: es estructural. Es decir: el ser humano participa de la sustancia divina. Afirmarlo no es orgullo, sino despertar. Pero para una religión basada en la separación, ese despertar representa un colapso del sistema operativo.
3. La blasfemia como interrupción del poder
En un entorno simbólico donde Dios está en el cielo, el sacerdote en el templo y el pueblo bajo la ley, que un individuo afirme “yo soy uno con la fuente” es una fractura intolerable. Es una interrupción del flujo piramidal de autoridad.
Por eso, cuando Jesús dice eso, la reacción inmediata no es teológica, sino judicial: lo quieren apedrear (Juan 10:33). Porque en ese momento, la ley y el sistema reconocen el peligro inminente de esa afirmación. No porque sea falsa, sino porque desarma la arquitectura simbólica entera.
En términos de software: el sistema de creencias detecta esa afirmación como una amenaza crítica y ejecuta un protocolo de defensa. El “yo soy Dios” es un comando no autorizado que revela la vulnerabilidad del sistema. De ahí que su castigo no sea sólo el rechazo, sino la eliminación simbólica o física del emisor.
4. El error emergente: cuando el control reemplaza la verdad
Con el tiempo, la religión institucionalizada incorporó este reflejo como una función automática: la persecución de toda afirmación de unidad directa con lo divino. Se estableció un sistema donde:
Cualquier afirmación que altere esa arquitectura es tratada como blasfemia. El sistema, entonces, se vuelve un software de autodefensa simbólica que privilegia la estabilidad sobre la verdad. El alma se vuelve cautiva no por castigo divino, sino por una arquitectura de control basada en la negación de su naturaleza.
5. El Yo como puerta, no como amenaza
En una estructura filosófica más madura, el Yo no es una entidad egoica, sino una interfaz de lo absoluto. El “yo soy” es la forma más pura de presencia consciente, y por tanto, la expresión directa del ser.
Cuando Jesús dice “antes de Abraham, Yo Soy” (Juan 8:58), está utilizando el Nombre Sagrado (YHWH) no como apropiación, sino como revelación de la estructura misma del ser. El Yo no es propiedad individual, sino manifestación universal.
Aceptar esto no conduce a la soberbia, sino a la responsabilidad. Ser parte de la fuente no es dominar, sino servir desde la conciencia de unidad. El Yo despierto no reclama poder, sino reencuentro.
Conclusión: depurar el código, liberar el alma
La programación espiritual basada en la separación es un error emergente que se volvió norma. La verdadera blasfemia no es decir “yo soy Dios”, sino impedir que el alma lo recuerde.
Depurar ese código implica desactivar la lógica del miedo y reconfigurar la conciencia sobre nuevos ejes: presencia, unidad, responsabilidad.
No se trata de fundar una nueva religión, sino de reestablecer el sistema operativo original del ser. No el que somete, sino el que despierta.
En ese sentido, la gnosis no es herejía, sino debugging espiritual. Y el Yo no es un usurpador, sino la clave de acceso al fuego original.
Decir “yo soy parte de Dios” ya no es una amenaza. Es simplemente decir la verdad.