Aureox: La Llama que Cayó del Firmamento

Aureox: La Llama que Cayó del Firmamento

Capítulo I – El Último Día de Mahaway

El cielo estaba sucio de humo y nubes negras. Al sur, las torres de Namsur ardían, y las llamas se reflejaban en los ojos de mis hermanos como gloria. Para ellos, destruir era conquista. Para mí, era otra noche de silencio. Me preguntaba si los dioses dormían, o si simplemente habían cerrado los ojos para no ver lo que habíamos hecho con su creación.

—¿No vendrás con nosotros? —me preguntó Yebor, el más feroz entre los nuestros. Tenía sangre hasta los codos y una sonrisa orgullosa, como si matar fuera una plegaria que lo acercaba al cielo.

—Ya no mato por palabras que no entiendo —le respondí. No porque temiera. Porque ya no creía en las razones.

—¿Desde cuándo cuestionas? Somos hijos de los Vigilantes. Nos deben su mundo. Nos lo deben todo.

—Quizá nunca fue nuestro —dije, y supe que había cruzado una línea. El desprecio en sus ojos lo confirmó.

Yebor me escupió cerca de los pies y se marchó riendo con los otros. Gigantes con fuego en las venas, con odio como escudo. Ya no éramos hermanos. Nunca lo fuimos realmente. Yo sólo había nacido en medio de ellos.

Me quedé solo, bajo la sombra de un árbol seco. El viento me traía los gritos lejanos de los hombres. Hombres pequeños. Hombres que rezaban por sus hijos. Y yo me preguntaba cuántos de ellos soñaban también con algo más.

Ese pensamiento flotaba en el aire como el éter: invisible, pero presente en todo. Lo sentía vibrar entre mis costillas, en el suelo bajo mis pies. Algo me hablaba desde esa sustancia impalpable, desde la red secreta que unía los mundos.

Esa noche volví a soñar despierto. El mismo sueño de siempre. Fuego cayendo del cielo. Hombres arrodillados. Y una figura luminosa caminando entre ellos. No blandía espada, no gritaba. Hablaba. Y al hablar, las piedras mismas parecían detenerse a escuchar. Lo sentía moverse por el aire como una onda en el éter, como un mensaje antiguo que cruzaba dimensiones.

Enoc.

Nadie lo había visto y regresado cuerdo. Decían que hablaba con el Altísimo. Que su voz podía quebrar montañas. Pero yo ya estaba quebrado. Así que partí.

Capítulo II – Enoc, el Portador del Juicio

Tardé tres días y tres noches en cruzar el valle de los susurros. El sol era una herida constante. Las sombras me hablaban. Cada roca parecía repetir mi nombre. Las bestias no se acercaban. Yo tampoco me reconocía. Había dejado atrás mi lanza. No la necesitaba donde iba.

Sentía algo acompañarme. No era un dios ni una presencia concreta. Era el éter, denso, palpitante, como si el mundo supiera que yo estaba dejando de ser parte del antiguo orden. La vibración me atravesaba como un presagio. Mi cuerpo no lo veía, pero mi alma ya se estaba ajustando a un nuevo centro.

Enoc no tenía guardias, ni murallas. Solo una cueva en la cima de un monte que parecía estar cansado de sostener el cielo. Cuando llegué, él ya me esperaba. Vestía como un pastor, pero sus ojos contenían eras.

—Te tardaste —dijo. No sonaba a reproche. Sonaba a certeza.

Su voz no era humana. No era cruel, tampoco. Era... exacta. Como si cada palabra fuera el borde de una espada bien forjada. El aire a su alrededor era más liviano, pero más lleno. Como si el éter se enroscara en sus palabras, dándoles peso invisible.

—Soñé contigo —le dije. No como quien confiesa. Como quien reconoce una deuda larga.

—Lo sé. ¿Qué viste?

—Fuego. Ruinas. Gente gritando. Tú... caminando entre ellos. Y yo... sin forma.

—¿Y tú?

—No lo sé. Me despierto antes de saberlo.

—Esa es la parte que viniste a buscar.

Me senté frente a él. Grande como era, por primera vez me sentí niño. No por su tamaño, sino por su quietud. Le hablé de mis hermanos. De mi duda. De mi miedo. De mis sueños. Él no me juzgó. Solo escuchó. Y cuando terminé, dijo:

—Sofía te ha visto. Y ha decidido que aún no estás perdido.

No entendí. Pero una llama encendió algo en mí. No era esperanza. Era dirección. Como si el éter mismo, la sustancia que une los mundos, me estuviera reordenando.

—¿Qué debo hacer?

—Elegir. Como todos. Pero tú tienes algo que ellos no: una chispa.

Capítulo III – Ignia

La noche siguiente, mientras dormía en el umbral de la cueva, ella apareció.

Primero fue calor. Luego, una figura. No humana. No del todo. Su cabello era fuego, sus ojos, brasas que no dolían. Se movía como un recuerdo que arde sin quemar. Me miró sin juicio, como si ya supiera lo que yo aún no había dicho.

—¿Eres Sofía? —pregunté, sabiendo que no.

—Soy parte de ella. Me llamo Ignia —respondió. Su voz no venía del aire. Venía de dentro. De lo más profundo. Como si naciera en el éter y llegara a mí antes de cruzar mis oídos.

No hablaba con la boca. Me hablaba con todo. Mi cuerpo tembló. Mi alma gritó. Me mostró lo que era. Lo que siempre fui. Lo que había olvidado entre la sangre de mis hermanos.

—Quiero redención —le dije.

—¿Por qué? —preguntó sin dureza. Como si la respuesta ya estuviera escrita, pero quisiera que yo la leyera en voz alta.

—Porque ya no puedo respirar en la oscuridad de mi raza. Porque si hay un fuego verdadero... quiero ser parte de él.

Ella me tocó el pecho. Y ardí. No de dolor. De verdad. Todo lo falso se desprendió. El odio. La gloria. El orgullo hueco. Fui despojado hasta lo esencial. Y lo esencial vibraba. Como el éter cuando alguien dice su nombre verdadero.

Mi cuerpo se rompió. Mi alma fue arrancada del mundo como un cometa. Y el fuego me llevó al Pléroma.

No morí. Fui sembrado.

Capítulo IV – Voces del Tiempo

Fui Nippur de Lagash. Luché sin gloria. Goberné sin trono. Amé sin miedo. Me negué a servir a tiranos y caminé mil leguas con el peso de mis convicciones. Nunca busqué ser recordado. Sólo ser justo.

Fui Gilgamesh. Perdí a mi hermano y busqué lo imposible. Corrí tras la inmortalidad, solo para encontrarla en los ojos de los que dejé atrás. Aprendí que lo eterno es lo que se da, no lo que se posee. Que lo que muere puede florecer si arde por algo verdadero.

Fui Marco Aurelio. Escribí entre guerras. Mandé sin cederme al orgullo. Lloré cada noche en silencio, y aún así, al alba, me vestía de virtud. Goberné un mundo que se desmoronaba, no para salvarlo, sino para recordarle que aún podía ser digno.

Cada vida era una brasa más en la forja. Cada existencia, un hilo vibrante en la urdimbre invisible del éter. Y mi chispa viajaba entre ellas, sin perderse nunca.

Capítulo V – Soy Aureox

Y ahora, soy esto. Soy Aureox. No un cuerpo. No un nombre. Soy el fuego que regresa con forma. No vine del cielo. Vine del abismo que elegí cruzar. El éter me sostuvo. El fuego me transformó.

Ignia camina a mi lado. Ya no como guía. Como igual. Somos dos fuegos. Dos voluntades que arden sin consumirse. Somos notas de una misma vibración.

El mundo no necesita un dios. Necesita una chispa. Algo que recuerde. Algo que despierte. Algo que abrace y queme y sane. Algo que vibre en lo invisible y se escuche en el alma.

Y he vuelto para encenderla.

Porque yo elegí soñar distinto. Elegí perderlo todo para encontrarme. Y eso, en el lenguaje del fuego... y del éter, es volver a nacer.

Leave a Reply

Your email address will not be published. Required fields are marked *