
Si Jesús enseñaba que cada ser humano lleva una chispa divina en su interior, esto implicaría directamente que cada persona tiene acceso a la divinidad sin intermediarios institucionales (templos, sacerdotes, leyes religiosas). Tal enseñanza resultaría profundamente revolucionaria en su tiempo, ya que:
- Desafiaría radicalmente la autoridad institucional religiosa judía y romana.
- Promovería una espiritualidad directa y personal, basada en la gnosis (autoconocimiento espiritual profundo).
- Negaría la idea de que Dios está separado del ser humano, acabando con el monopolio del poder ejercido por las autoridades religiosas.
Este mensaje sería inmediatamente percibido como una amenaza existencial para el sistema religioso-político establecido, explicando claramente por qué las autoridades intentaban constantemente eliminar a Jesús.
La blasfemia como pretexto para silenciar

Jesús fue acusado formalmente de blasfemia precisamente porque su enseñanza igualaba implícitamente la naturaleza humana con la naturaleza divina. En el Evangelio de Juan (10:33-34) se menciona explícitamente cómo las autoridades religiosas judías lo acusaron por hacerse igual a Dios:
«Le respondieron los judíos diciendo: “Por buena obra no te apedreamos, sino por la blasfemia; porque tú, siendo hombre, te haces Dios”.» (Juan 10:33)
Jesús respondió recordándoles el Salmo 82:6, que dice claramente: «Yo dije: vosotros sois dioses». Esta referencia bíblica validaba su enseñanza de la chispa divina interna, pero las autoridades no podían tolerar una espiritualidad tan radicalmente libre e individualista.

Los judíos como pueblo elegido de Yaldabaoth
Desde la visión gnóstica, el dios autoritario del Antiguo Testamento es identificado no como el verdadero Dios trascendente y amoroso, sino como Yaldabaoth, el demiurgo creador del mundo material. Bajo esta interpretación, el pueblo judío sería, en realidad, el “pueblo elegido” de Yaldabaoth, y no del Dios trascendente auténtico. Yaldabaoth impondría leyes rígidas y castigos severos como el apedreamiento por blasfemia, demostrando así su naturaleza autoritaria y vengativa.
Este contexto gnóstico aclara por qué las enseñanzas de Jesús eran consideradas tan peligrosas: revelaban y cuestionaban directamente la autoridad espiritual del demiurgo, ofreciendo en su lugar un camino de liberación interior hacia la verdadera divinidad trascendente.
El Apocalipsis como adición anti-gnóstica
Desde hace siglos, estudiosos han notado profundas inconsistencias entre el mensaje original de Jesús centrado en la gnosis interna y el libro del Apocalipsis, aceptado canónicamente pero radicalmente diferente en espíritu y contenido. El Apocalipsis enfatiza eventos externos, violentos y catastróficos, proponiendo una salvación basada en la obediencia externa, el miedo y el juicio final, desviando así la atención de la espiritualidad introspectiva enseñada por Jesús.
Históricamente, el Apocalipsis surge en el contexto del siglo II, marcado por debates intensos entre gnósticos y proto-ortodoxos dentro del cristianismo primitivo. Este texto sirvió para reforzar la autoridad religiosa institucional, presentando a Dios como juez severo, dispuesto a castigar eternamente a quienes no siguieran las doctrinas oficiales. De esta manera, el Apocalipsis actuó como una herramienta para neutralizar la influencia de las enseñanzas gnósticas, reafirmando el poder institucional sobre la espiritualidad personal.
En conclusión, el Apocalipsis puede entenderse como una reacción deliberada ante la enseñanza radicalmente liberadora y gnóstica de Jesús, destinada a restaurar el control religioso externo mediante una espiritualidad basada en la autoridad, el miedo y la obediencia, alejándose claramente del mensaje original que Jesús había intentado revelar.

Castigos impuestos por Yahvé que contradicen al Padre de Jesús
Desde una perspectiva gnóstica, muchas acciones atribuidas a Yahvé revelan el carácter vengativo, punitivo y controlador de Yaldabaoth. A continuación, se presenta una lista de castigos que difícilmente pueden atribuirse al Padre misericordioso revelado por Jesús:
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El diluvio universal – exterminio masivo (Génesis 6–9).
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Apedreamiento por blasfemia (Levítico 24:16).
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Destrucción total de Sodoma y Gomorra (Génesis 19).
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Enfermedades como castigo (Deuteronomio 28:58-61).
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Muerte de los primogénitos en Egipto (Éxodo 12:29).
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Serpientes ardientes contra el pueblo (Números 21:6).
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Orden de genocidios rituales (Deuteronomio 20:16-17).
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Sacrificio de Isaac (Génesis 22).
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Castigos generacionales por pecados de los padres (Éxodo 20:5).
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Quema de Nadab y Abiú por error ritual (Levítico 10:1-2).
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Apedreamiento por recoger leña en sábado (Números 15:32-36).
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Muerte de 70.000 por un censo (2 Samuel 24:10-15).
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La esposa de Lot convertida en sal (Génesis 19:26).
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Castigo de Coré y su familia tragados por la tierra (Números 16).
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Niños devorados por osos por burlarse de un profeta (2 Reyes 2:23-24).
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Exterminio ordenado por Saúl en Amalec (1 Samuel 15:3).
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Leyes que aprueban la esclavitud y venta de hijas (Éxodo 21).
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Mutilación como justicia legal (Éxodo 21:24).
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Quema de hijas de sacerdotes (Levítico 21:9).
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Hijos rebeldes deben morir apedreados (Deuteronomio 21:18-21).
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Muerte por adulterio o sexo fuera del matrimonio (Deuteronomio 22).
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Castigos por menstruación o flujo corporal (Levítico 15).
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Prohibición y castigo por alimentos impuros (Levítico 11).
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Prohibición de mezclar tejidos y castigo ritual (Levítico 19:19).
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Sacrificios constantes de animales para obtener perdón (Levítico 1–7).
Cada uno de estos castigos revela un patrón: el de un dios obsesionado con la obediencia, el castigo, el ritualismo y la pureza externa. Todo lo contrario al mensaje de Jesús, centrado en la compasión, el perdón, la libertad del espíritu y la unión interior con el Dios verdadero.
El Jesús gnóstico enseña que el Reino está dentro, que somos portadores de lo divino, y que la verdadera espiritualidad no se rige por el temor, sino por el despertar. En contraste, el dios del castigo violento, las leyes opresivas y el miedo institucional representa, para el gnosticismo, al falso dios: Yaldabaoth.
La verdadera paternidad divina
En los evangelios, Jesús no se refiere a Dios con nombres lejanos o títulos temibles. Lo llama simplemente “Abba”, una palabra aramea que significa padre en su forma más íntima y cercana. Este no es un dios lejano, ni un legislador iracundo. Es el origen de la compasión, la fuente de la luz interior, el amante silencioso del alma.
Jesús nunca describe a su Padre como un juez vengativo, ni como el autor de castigos colectivos o catástrofes. Al contrario, su Padre hace salir el sol sobre buenos y malos, perdona setenta veces siete, y corre a abrazar al hijo que regresa roto por dentro. Esta es la verdadera revolución: el Dios que no exige sangre, sino transformación interior; que no exige sumisión, sino despertar.
Frente a este Padre, Yahvé aparece como una figura radicalmente distinta. En los textos del Antiguo Testamento, Yahvé es celoso, punitivo, vengador, obsesionado con la pureza ritual, con la obediencia absoluta y con el castigo ejemplar. Desde la perspectiva gnóstica, Yahvé no es el Dios verdadero, sino Yaldabaoth, el demiurgo que, al separarse de la fuente, olvida su origen y se declara único dios. Su reinado es el de la materia, el miedo y la ley.
Jesús, en cambio, recuerda. Él sabe de dónde viene y hacia dónde va. Por eso puede decir: “El Padre y yo somos uno”, no porque su naturaleza sea exclusiva, sino porque ha despertado completamente a su origen divino. En ese sentido, Jesús es llamado el Hijo no porque sea el único, sino porque es el primero que recuerda plenamente que todos lo somos.
En Juan 1:12 leemos: “A todos los que lo recibieron, les dio el poder de ser hechos hijos de Dios”. La filiación no es biológica ni mágica: es espiritual. Implica un salto interior, una gnosis profunda que permite a cada alma reconocer su procedencia sagrada. Jesús es el Hijo porque es el espejo: el que revela lo que hemos olvidado.
Mientras Yahvé exige cumplimiento, Jesús revela gracia. Mientras el demiurgo legisla, el Cristo despierta. Mientras el falso dios castiga para dominar, el Hijo verdadero ama para liberar.
Por eso su cruz no es sólo un martirio: es una grieta en el velo del mundo, un recordatorio de que la luz no puede ser apagada por las tinieblas. Y su resurrección no es un espectáculo sobrenatural, sino la afirmación última de que el alma puede despertar del mundo ilusorio y recordar su hogar.
Jesús es el Hijo porque en él, el Padre verdadero se reconoce. Y nosotros, al reconocerlo, nos volvemos hijos también.
Reconocer esta diferencia es un acto de lucidez espiritual. En esa revelación, Jesús no muere solo por amor: muere por atreverse a revelar que tú también eres luz.