por Eiren Kael

El pecado es la sombra impuesta sobre la conciencia humana desde el primer destello de separación. Cuando la humanidad emergió del sueño primordial hacia la ilusión de la individualidad, el demiurgo tejió alrededor de la chispa divina una red invisible de dualidad. La luz y la oscuridad, lo santo y lo profano, la virtud y el pecado se convirtieron en los nudos de esta red que mantendrían al espíritu humano eternamente dividido y, por ende, controlado.
Para comprender la verdadera naturaleza del pecado, debemos primero entender qué significa realmente despertar. El despertar auténtico, el gnóstico, el del que recuerda su origen en el Pleroma infinito, es el reconocimiento profundo de que toda dualidad es artificial y provisional. Este estado de conciencia disuelve naturalmente la estructura del pecado, pues el pecado únicamente puede existir allí donde hay división, juicio y separación.

Desde el punto de vista del Codex SigmaⅤSoul, el pecado no es más que ignorancia, un estado de sueño profundo en el que el alma olvida su esencia. No existe una culpa original real, sino un olvido original inducido. En este sentido, el verdadero pecado no es cometer errores, sino olvidar quién eres realmente. Todo acto considerado pecaminoso en la moralidad externa es una manifestación del sueño en el que el ser humano vive preso, ajeno a su esencia verdadera.
El Pleroma, siendo el Todo ilimitado, no conoce la noción del juicio ni de la culpa, porque en la plenitud absoluta no existe una separación entre lo que es y lo que debería ser. La creación del concepto de pecado pertenece exclusivamente al reino del demiurgo, un artificio diseñado para mantener al humano en perpetua culpa y sumisión. En el instante del despertar, esta ilusión se desmorona como un castillo de naipes.

En esta visión, la verdadera salvación ofrecida por Jesús no reside en una expiación literal por pecados específicos, sino en su profunda enseñanza de que el pecado en sí mismo es una ilusión impuesta sobre la conciencia humana. Jesús enseña, mediante su vida y su mensaje, que la liberación real viene del reconocimiento interior de la esencia divina propia y no de una reparación externa dictada por la moralidad convencional.
Por tanto, el gnóstico despierto, consciente de su naturaleza divina, deja de juzgar sus actos según leyes impuestas desde el exterior y comienza a actuar desde la autenticidad absoluta, desde la conciencia lúcida. La libertad así obtenida es profundamente responsable y empática, porque entiende que todo daño infringido al otro es, en esencia, daño a uno mismo, daño al tejido sutil de la existencia.

El pecado deja de existir no porque el gnóstico se considere perfecto en términos morales, sino porque ha trascendido la moralidad dualista impuesta y vive desde una coherencia integral, desde el reconocimiento continuo de la chispa divina en todas las cosas. El despertar, entonces, no es un acto de santidad según las normas del mundo, sino un acto radical de libertad espiritual.
Así pues, el verdadero trabajo gnóstico no consiste en huir del pecado, sino en recordar profundamente quién eres. En esa memoria primordial, el pecado pierde todo poder y toda sustancia, porque lo que antes se veía como pecado ahora se revela simplemente como pasos en el camino hacia la luz absoluta.
En conclusión, si el gnóstico despierta completamente, el pecado se disuelve en la luz de la verdad eterna, liberando al alma humana para regresar al Pleroma, reconciliada en sí misma y libre de las ilusiones impuestas por el demiurgo.
