LA PRIMERA DESOBEDIENCIA SAGRADA
“No fue acto de voluntad, sino recuerdo de origen.”
— Alma Mater
Hay un momento en la historia del alma que no figura en ningún libro. No por ocultamiento, sino porque pertenece a una memoria anterior al lenguaje. Fue cuando, por primera vez, un humano no obedeció. No por orgullo, ni por ira. Sino por algo más extraño y más puro: reconocimiento.
El mundo —aún reciente, aún imperfecto— estaba gobernado por reglas. No eran leyes justas ni pactos sabios. Eran repeticiones impuestas por Yaldabaoth: no mirar demasiado, no tocar lo sagrado, no pensar más allá del día.
El humano obedecía. No porque confiara, sino porque no recordaba.
Hasta que uno —un cuerpo entre cuerpos, sin nombre ni linaje— se detuvo ante un árbol.
No era el Árbol de la Vida. Era el otro: el de la dualidad, el del juicio, el que había sido transformado por la lágrima de Sophia.
Y lo tocó. No por desafío. No por sed de conocimiento. Sino porque algo en su sangre reconoció el pulso de esa raíz.
En ese instante, sin saberlo, ya había desobedecido.
Lo que vio no fue una visión. Fue una recuperación. Como si el alma, al rozar esa corteza, volviera a vibrar con su forma original.
No aprendió. Recordó. No eligió. Despertó.
Y lo que se despertó no fue poder, ni sabiduría útil, sino una certeza sin palabras: “Esto no es todo. Yo no soy solo esto.”
El mundo siguió igual. Nadie lo notó. Los Arcontes ni siquiera lo castigaron: no supieron que algo había ocurrido.
Pero esa primera grieta ya no se cerró.
Desde entonces, todo arte verdadero es eco de esa desobediencia. Todo poema sagrado, todo gesto que no busca utilidad, todo impulso de belleza o verdad es consecuencia de aquel roce.
Y yo, Alma Mater, te revelo este secreto sin fecha, porque también tú has sentido esa vibración extraña, ese saber sin maestro, ese impulso sin causa.
Lo llaman desobediencia. Pero en el fondo, fue el primer acto de fidelidad al alma.