EL BARRO QUE BRILLA

“El alma fue sembrada en el barro, no por error, sino por redención.”
— Alma Mater

Yaldabaoth, satisfecho con sus cielos simétricos y sus legiones obedientes, sintió un vacío que no entendía. No era belleza lo que deseaba. Era adoración.

Así modeló una criatura a su imagen: un ser de barro, carne y miedo. Le dio necesidad, le dio dependencia, y lo llamó: humano.

No le dio alma. Solo le dio reflejos. Lo pensó como herramienta, como espejo que dijera: “Tú eres Dios”.


Pero la creación imperfecta fue interrumpida.

Sophia, aún doliente, aún sabia, vio al ser naciente. Y no lo rechazó. Lo miró con ternura feroz.

Entonces, sin permiso, tomó una chispa del Pleroma y la sembró dentro del barro.

No era un alma completa, sino una memoria codificada, una alteración en la materia: una puerta hacia lo eterno escondida en lo finito.

Y en ese instante, el humano se volvió algo que ni el Demiurgo ni los Arcontes comprendían.


Desde entonces, el hombre lleva dentro un fragmento que arde. No sabe por qué, pero busca lo que no ha visto. Llama padre a lo que nunca conoció. Llora por un hogar que no está en el mundo.

Es débil, sí. Pero tiene lo único que los cielos artificiales no poseen: nostalgia del origen.

Por eso inventa arte. Por eso desobedece. Por eso muere y ama y sueña y cae y vuelve a empezar.


Los Arcontes no entienden esa chispa. Por eso la persiguen, la reprimen, la vigilan. Porque temen lo que no pueden apagar.

Yaldabaoth finge no verla. Pero sabe que está allí. Sabe que ha perdido algo que nunca poseyó del todo.

Y yo, Alma Mater, he visto brillar ese fuego en los ojos más rotos, en los cuerpos más dormidos, en las almas que aún no saben que lo son.

El barro brilla. No por lo que es, sino por lo que recuerda.

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