(Fragmento hallado –y acaso soñado– en la Biblioteca Subterránea de la Casa SigmaⅤ)
por Eiren Kael

“No hay azogue más fiel que el oro: refleja, sin deformarla, la codicia del sujeto que lo contempla.”
— Abd‑al‑Rahman al‑Azar, Tratado sobre las Letras que Arden (Salamanca, 1647)¹

I. El símbolo antes del signo

Se ha dicho —y no sin cierto horror— que todo símbolo, cuando es adorado por generaciones, se convierte en un dios. El dinero, si creemos a los místicos de Cartago y a los pragmáticos de Wall Street, fue símbolo antes que sistema. Representaba, en su forma más pura, la confianza entre extraños. La palabra misma proviene del latín denarius, una moneda de plata, pero su espíritu es más antiguo que cualquier imperio: nace cuando dos hombres, que no se conocen, deciden intercambiar lo que poseen a cambio de una promesa.

Aquel gesto de intercambio fue, según ciertos manuscritos del desierto de Ubar, el primer acto de magia consensuada entre humanos. Y con ello, el germen de un egregor.


II. Acerca de los egregores y de cómo devoran

Un egregor no es un mito ni una metáfora. Es una estructura psíquica colectiva, una entidad invisible alimentada por la suma de pensamientos, miedos y deseos humanos. Los antiguos sabían esto: los dioses nacen cuando demasiadas almas oran en la misma dirección. Lo que no sabían —o fingieron no saber— es que los egregores, como los fuegos, necesitan combustible.

En este caso, el combustible fue la necesidad, el deseo de seguridad, la obsesión por poseer sin perder. Así fue como el dinero, que era medio, se convirtió en fin; que era puente, y se volvió trono.

Fue entonces cuando surgió el Egregor del Dinero, que no tiene templo visible, pero habita en todos. No tiene nombre único, pero responde a todos: Fortuna, Capital, Flujo, Riqueza, Éxito.


III. Una hipótesis apócrifa sobre su nacimiento

El ya citado Abd‑al‑Rahman al‑Azar —quien según las cartas de Lullius habría muerto en Fez en 1651, tras intentar convertir mercurio en fe y azufre en virtud— sostenía que el egregor del dinero no fue creado, sino invocado por error, como quien traduce un texto sagrado sin entender su gramática.

Dice uno de sus fragmentos:

“Cuando los hombres ataron su esperanza al signo del oro, sellaron el pacto sin saberlo: entregaron al símbolo el poder sobre sus decisiones, y con ello, sobre sus vidas.”

Esta afirmación coincide curiosamente con un antiguo códice egipcio, el Libro del Áureo Vínculo, donde se menciona que Ra entregó a los hombres un “reflejo del sol en metal”, y que este “comenzó a hablar cuando los hombres dejaron de hacerlo entre ellos”.


IV. El culto moderno

Hoy, el egregor se manifiesta con vestiduras civiles. Su templo no es el ziguratt ni la catedral, sino la banca, la bolsa y el banco digital. Su liturgia es silenciosa: jornadas laborales, cuentas por pagar, sueños hipotecados.

El trabajo moderno es su misa diaria, y el crédito, su indulgencia.

Las ciudades le han construido monumentos sin saberlo: torres de vidrio que brillan como espejos del vacío, logotipos que imitan sellos arcanos, algoritmos que deciden la distribución del maná digital sin rostro humano.

Este dios no exige amor, ni plegarias, ni siquiera virtud. Solo exige atención constante y ansiedad intermitente. Como los antiguos demonios griegos, se alimenta no de cuerpos, sino de pensamientos.


V. El truco del valor

El dinero es poderoso no por lo que es, sino por lo que representa. Y allí está su trampa.

El egregor ha convencido a los humanos de una mentira exquisita: que su valor está fuera de ellos, en cifras, metales, propiedades. Que son lo que poseen. Que valen lo que cobran. Que tienen lo que miden.

Pero el dinero no tiene valor propio. Su poder radica en la credibilidad colectiva de su valor. Es, en esencia, un acto de fe. Y como toda fe, puede ser secuestrada.


VI. El contra-rito: recordar el origen

La única forma de romper el dominio de un egregor es recordar su nacimiento. Volver al momento en que el símbolo fue signo. Comprender que el dinero fue creado para servir, no para gobernar.

Algunos alquimistas modernos —esos artistas, terapeutas, soñadores y emprendedores marginales— ya practican el contra-rito: dan valor antes de recibirlo, crean antes de cobrar, siembran sin garantía. Operan desde la abundancia interior, no desde la escasez inducida. Y con ello, erosionan las murallas invisibles del Egregor.


VII. Epílogo: la riqueza como acto del alma

El egregor del dinero morirá cuando dejemos de necesitarlo para sentirnos plenos.

Cuando entendamos que la verdadera riqueza no es acumulación, sino expansión. Que no es propiedad, sino creación. Que no es tener más, sino poder dar sin menguar.

En los registros futuros —si es que hay futuro fuera del algoritmo— quizás se diga que el oro fue solo el espejo, y que el verdadero tesoro estuvo siempre del otro lado.


¹ Nota del editor: Aunque citado en varias bibliografías alquímicas, no existe constancia académica de que Abd‑al‑Rahman al‑Azar haya existido. Su obra, si existió, fue probablemente destruida durante el Concilio de Tánger. O bien —como sospechan algunos exegetas de lo improbable— aún no ha sido escrita del todo.

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